El revolver era viejo y oxidado. Tampoco tenía la
seguridad de haber colocado bien las balas en el tambor. Lo había hecho como le
parecía haber visto en una novela. Lo apretaba una y
otra vez dentro del hondo bolsillo canguro y el dedo índice se le iba cada dos
por tres hacia el gatillo, impaciente. Pagó el boleto del tren y se apoyó en una pared sobre el
andén a esperar el convoy. Su memoria evocó la voz del tipo que hacía media
hora la había citado. El dedo volvía al gatillo, lo acariciaba y se alejaba. El
tren no venía y se puso nerviosa, comenzó a caminar de un lado hacia otro, se
dirigía al borde, estiraba la cabeza y volvía a mirarse las sandalias y
caminar. Recordó aquel día. El momento en que había leído el
anuncio que pedía una niñera en el diario. Como, apresurada había corrido a
buscar una lapicera para anotar el número. También recordó que la lapicera no
andaba y terminó cortando con las manos el pequeño aviso. Detalles
intrascendentes que creía haber sepultado. Ese día la cita había sido acordada para la misma hora,
las 15.15, en la estación Caballito. La gente se acercó hacía el borde del cemento, los
vagones pasaron frente a ella hasta que uno se detuvo y le abrió sus puertas. Se sentó y continuó rememorando. Aquel día
también había viajado sentada. Durante todo ese tiempo le había sido imposible acordarse
los rasgos precisos del rostro, pero en las instantáneas que se iluminaban en
su recuerdo apareció una barba prolija, poco pelo crespo a los costados del
cráneo. La tez blanca y ojos celestes. Un saco negro o gris oscuro, acompañado
de una camisa celeste y corbata azul con algunos ribetes rojos. Luego vino el momento del cordial saludo con la mano, de
su voz grave a la que había respondido con timidez. Después la bajada hacía la
vereda y el pastizal del que nunca volvería la mujer que había sido hasta esa
tarde. Bajó más gente de la que subió en aquella parada. Era
Floresta, faltaban dos. Recordó también el largo paredón, los primeros golpes y las
enormes manos que la mantenían como tenazadas inmovilizada. El ruido de la ropa
siendo arrancada, los cachetazos, los ásperos dedos que la recorrían
desesperadamente, de forma violenta. Luego esa ancha espalda retirándose presurosa,
escapándose con su vida y trepando a la calle. Se vio a ella como en una
película, tendida sin fuerzas entre la basura, a plena luz del día, como muerta,
con las lágrimas brotándole en espasmos que provenían del vientre. El tren recomenzó su obligado camino en Flores y se le
subió, como si estuviese haciendo la vertical cuando chica, toda la sangre a la
cabeza. Era parecido al miedo, pero no tenía el gusto feo del miedo, sino todo
lo demás. Se aseguraba en una superficial meditación, haber sentido algo
similar la única vez que había sido abanderada en la escuela. El convoy emprendió el descenso de velocidad y Eloísa se
apegó a la ventana para tratar de divisarlo. No lo consiguió. Antes de bajar se
colocó la capucha azul y desgastada del buzo. Pensó que si lo mataba en medio de toda esa gente, no
sólo iría presa de manera irrevocable, sino que al no ser una tiradora
experimentada podría lastimar a cualquier inocente. Pero si la viera, tal vez
la reconocería y escaparía. Ella de igual forma estaba muy cambiada. Ahora tenía
el pelo corto, rubio seco con las raíces ennegrecidas. Estaba más delgada y pálida.
Lo vio, allí estaba. Con el mismo saco, la misma corbata.
Cuando tiró el cigarrillo acabado al suelo y lo pisó, Eloísa miró esos zapatos
e inmediatamente retumbaron en su memoria. El tipo escrutaba a todas las
mujeres que pasaban a su lado, como buscando la suya. Su presa. Cada vez lo tenía más cerca, la sangre le apretaba de a
latidos la sien en cada paso que daba. Le extendió la mano y le negó la cara. El tipo ni se percató y la condujo
caballerosamente hacía la salida conocida. Ella no se inmutó, fue obsecuente
con cada pedido. Su docilidad descoló al hombre, no lo excitaba tanto que
costase tan poco someterla. En el paredón, las mismas ásperas palmas comenzaron a
avasallar su intimidad. Sintió la primera penetración. Tomó fuerte el revolver
por el mango, lo sacó del bolsillo y con incalculable torpeza se le resbaló
como arena entre los dedos y rebotó en el pasto. El tipo la dio vuelta y la comenzó a besar sin ver el arma
en el suelo. Introdujo su gorda lengua en su boca y Eloísa dio un tarascón seco
como un rayo y sintió gusto a sangre. El tipo se alejó hacia atrás con el miembro asomándole
por la ranura del pantalón. De su pera caía una cascada roja. Eloísa escupió el
pedazo de carne caliente con asco. El tipo daba chirridos y con las dos manos sobre la boca
interrumpía su rostro desorbitado. Eloísa
se acomodó la pollera, se pasó la manga por las comisuras y se agachó a tomar
el arma. Lo apuntó con soberbia, ella tenía el control. El tipo,
llorando de dolor, comenzó a alejarse, dando primero zancadas pausadas que
fueron acrecentando su velocidad. Apuntó, apretó el gatillo, pero la bala no salió. Miró el
revolver, volvió a apuntar, gatillar y el estruendo le sacudió la mano. Levantó
la vista y lo veía alejarse hasta que se detuvo y trepó el paredón. Ella, esta
vez apuntando al cielo, volvió a disparar, una, dos, tres, cuatro y la quinta
se trabó. Sonrío. Las cosas habían salido mejor de lo que las había planeado.
Aunque estaba vivo ya no podría citar a nadie por teléfono, pensó. Escondió bien el arma y emprendió el regreso algo
confundida, pero orgullosa. Pensó en tomar también el trozo de lengua, por si
al tipo se le ocurría regresar a buscarla, pero además de que al acercarse le
dio una fuerte arcada, le era imposible concebir que el mal hombre tuviera la
frialdad, la valentía y el cinismo de retornar. Él, desde la escalera del puente la observaba alejándose,
hasta que desapareció en el primer cruce. Miró hacia el otro lado y un famélico
perro se acercaba al sitio donde había sucedido todo. Le intentó chistar pero
al abrir la boca un chorro de sangre hizo el sonido de un vómito contra el
suelo. Bajó corriendo las escaleras de metal tomándose la pera,
saltó el paredón y calló de nuevo al
descampado. El perro estaba de espaldas. Le gritó, pero el cuadrúpedo no se
mosqueó, estaba entretenido con algo. El hombre corrió hacia él y lo pateó en
el abdomen para que se alejara. El perro chilló, se pasó la lengua alrededor del hocico y
al trote, siguiendo las vías, encaró hacia la callé. Se detuvo, y con las
orejas caídas miró al tipo arrodillado, revolviendo con desesperación bolsas y basura
entre el pasto seco. |
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Patricio Suarez Imprimir todos los textos
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